En cada camino espiritual, aparece clave la renuncia a los deseos, un punto desafiante de entender en nuestra sociedad, donde todo está basado en el logro de los deseos, donde la idea general es que sólo al cumplir nuestros deseos podemos obtener la felicidad. En el budismo, igual que en todos los caminos de desarrollo espiritual, se muestra abiertamente que la felicidad sólo llega, cuando uno deja de ansiar y aprender a ser y vivir en el ahora.
El sufrimiento surge cuando anhelamos o rechazamos algo. La frustración o la sensación de carencia nos genera todo tipo de conflictos y males. Todo dolor, toda emoción conflictiva, todo sufrimiento, nace cuando no aceptamos lo que hoy hay.
Una renuncia a todo deseo es también una aceptación, una rendición. Un desafío de vida que nace en el momento que nos damos cuenta que todo aquello que anhelamos, que buscamos, que deseamos desde el ego y la búsqueda del propio placer, tal vez se basa en una mentira o en un dolor sin resolver. Es un desafío rendirnos en la búsqueda de saciar los propios placeres. Pero también equivale a comprender que todos los esfuerzos que llevamos toda la vida haciendo, no generaban felicidad ni alegría, sino más y más dolor. Un dolor que impregnaba todo, mentiras y más mentiras para esconder un sentimiento vacío.
En la búsqueda de la felicidad real y completa, buscamos abrazar y transformar ese sentimiento de vacío, en vez de taparlo o engañarlo con la consecución de deseos.
Detrás de cada deseo se encuentra un temor, una angustia, un dolor escondido. Mientras miramos el deseo, mientras lo anhelamos, el dolor que esconde está oculto. Cuando el deseo se cumple, por un momento podemos sentir ese dolor, porque nos sentimos vacíos, hemos logrado lo que ansiábamos, pero continuamos sintiendo el vacío interior. Cuando el deseo no se cumple, en la insatisfacción, también podemos sentir ese dolor. Si justificamos ese dolor que sentimos en que, pudiera ser que no hayamos elegido bien el deseo, o que el dolor viene porque no hemos logrado materializar el deseo, entonces el dolor continúa ahí, y se transforma en otro deseo nuevo, y otro, y otro, nuestra mente nunca parará de ansiar cosas creyendo que sólo al obtenerlas obtendrá la paz, hasta que dejamos de justificarlas.
Luchamos para saciar dichos deseos y solo encontramos más amargura. Porque los deseos y su consecución no eliminan el dolor, lo hacen más profundo, lo van escondiendo más. Hasta que uno sólo siente dolor, soledad, o una espina en el corazón. Hasta que nos acostumbramos a vivir con el dolor. Cada día que conseguimos cumplir nuestros deseos más banales, parece que más nos cuesta emocionarnos, tranquilizarnos, fluir, ser libres, vivir en paz.
Si nuestros deseos intentan tapar la soledad y el duelo, si intentan tapar la falta de amor propio, pueden ir conducidos a estar con personas que no amamos, o a llenarnos de muros y distancias emocionales de otros. La soledad continúa ahí, nuestro placer físico, o nuestras barreras, cada día más visibles, hacen que no podamos sentirla. Con relaciones estériles de amor, con una vida sin autoestima, con decisiones tormentosas y autodestructivas, podemos disimular esa sensación de soledad. Pero continúa ahí, agazapada en lo más profundo del alma. Romper con ello, abrazar esa soledad, conlleva dejar de satisfacer todos esos deseos que no son justos, ni claros, ni positivos. Comprender cuántas decisiones hemos tomado para no sentir esa soledad puede ser un tormento para algunas personas.
Igual pasa con el dolor que sea. Mientras queramos ocultarlo, esconderlo, más y más deseos surgirán que para satisfacerlos tengamos que empeñar nuestra vida y sacrificar nuestra libertad y nuestra felicidad. Para luego tener que descubrir lo insano de la frustración, de las ilusiones, de las necedades, de los propios caprichos.
Es fácil, pudiera parecer, enfrentarnos al dolor inicial, pero a veces está tan escondido que sólo vemos la búsqueda del propio placer, y únicamente vemos las mentiras que nos contamos y las escusas. Sin sinceridad, sin transparencia, sin humildad, nuestros deseos empapan la mirada atenta de la vida y de uno mismo, y al mirar hacia dentro, nos sentimos más perdidos y dolidos.
¿Cuántos personajes podemos crear en nosotros? ¿Cuántas escusas? ¿Cuántos yoes que necesiten, o creamos que necesitan algo? Algo que sin ello, creemos que no podemos ser felices. Pero ese algo requiere alimento, atención, tiempo, energía, nuestra mirada. Sin que nuestros deseos se cumplan, creemos que no podemos ser felices, pero es cuando nos rendimos, cuando comprendemos que esos deseos solo esconden el temor a la soledad, que las barreras se caen, los muros desaparecen, y vemos con claridad que ningún deseo puede acabar con el dolor esencial de la separación.
La felicidad última acontece cuando comprendemos esto. No estamos separados, es una ilusión, una imagen falsa, un dolor esencial del que surgen todos los dolores. La separación es irreal. Y hasta comprenderlo, esconderemos cada temor en un nuevo deseo, un anhelo, una sensación de que algo falta, algo nos sobra, algo nos quiebra, sin comprender que ese algo no existe.
Valiente quien se enfrenta a sus demonios renunciando a la búsqueda del propio placer y deseo. Valiente quien abre su corazón a sentir el día de hoy, sin esperar más, sin quitar nada, abriéndose a esa experiencia, rindiéndose a lo que hoy es.
Valiente rendirse, pero desafiante a la vez.
Uno comprende el dolor de separación, lo acepta, y comprende cuántas acciones y decisiones se basaron en esconder dicho dolor. Y a la vez, uno siente que es fragil, que está unido con todo, que es la propia mente la que intentó generar la sensación de dualidad, que no es real. El corazón se abre ilimitadamente, porque la separación ya no es una escusa, ya no es el centro de la toma de decisiones.
Es una renuncia que nos cambia, nos abre el corazón, nos hace más sensibles, frágiles, transparentes. Toda mentira y todo sufrimiento dejan de tener razón, sólo podemos armarnos de valor y experimentar el momento. Porque es único, porque somos únicos en él. Ya no tenemos juicio irracional, ya no sentimos barreras, ya no podemos escondernos tras ningún velo, ni autoengaño, ya no podemos seguir insistiendo en ser algo que no somos. Renunciar es ser hoy, ahora. Transparentes y sinceros. Entonces el corazón se abre y sólo hay dicha, no hay error.
Pero por un momento, es posible que todos los demonios salpiquen, todos los temores salten, uno a uno tenemos que despejar dichos venenos de la mente, y no es fácil.
El resultado, precioso y dichoso, libre y tranquilo, sólo entrega claridad y amor, hacia uno mismo y hacia todo. Estabilidad, equilibrio, entrega.
En el camino es fácil que la duda, el rencor del pasado, la angustia, la decepción constante en la que hemos vivido, o el deseo del placer, se torne un desafío que invita a continuar en el miedo y el dolor. Y por un momento, es probable que todo trabajo se rehaga, que culpemos al cielo de nuestro sufrimiento, o a otros, o a la insatisfacción de la vida, que sintamos vergüenza, o que nos veamos incapaces, o indignos, y entonces, esa mente que estaba a punto de ser purificada, se empañe otra vez.
El fuego de las pasiones, en su justa medida, impulsa a tener voluntad y coraje, pero en exceso, corrompe todo trabajo y camino ya realizado.
Cuando uno se rinde demasiado pronto, y no hay suficiente humildad. Entonces puede parecer que el trabajo se ha concluido. La mente experimenta un estado de conciencia claro y brillante, precioso. La persona se siente llena de luminosidad, pero es un estado incompleto, falso. El deseo continúa ahí. El placer adquirido es suficiente como para pensar que se ha obtenido algún logro. El meditante fracasa en su renuncia, es demasiado pronto, no desalojó todos los venenos, no disolvió su ego. No hay humildad. Entonces el caminante comienza un camino, sin darse cuenta, creyendo que es puro y limpio, lleno de deseos absurdos de ayudar a otros a quienes no considera completos, de vivir en el amor y el placer, de descansar en el estado obtenido. La rendición en un estado intermedio de conciencia, es un embrujo hacia la arrogancia espiritual.
Cuando uno se rinde demasiado tarde, hay agotamiento. Uno ha perdido las fuerzas, las ganas, las esperanzas. Ya no queda chispa, voluntad, ya no hay fuerza. Remontar será más difícil. Su esfuerzo ha sido tan alto que quebró, no se rindió, quebró. La persona comienza un camino más desafiante, porque tal vez haya perdido la fe en sí misma, ya no tenga intención de avanzar, ya no tenga voluntad, ni motivación, ni logre la fuerza suficiente para avanzar. Entonces hace falta mucho más esfuerzo hacia la autoestima, autoliderazgo, autoconfianza…
El momento en que iniciamos un viaje hacia la renuncia de los deseos para abrir el corazón, debe ser exacto. Ni demasiado tarde ni demasiado pronto. Un viaje natural que si se nos pasan las señales, será mucho más desafiante continuar.