Solemos identificar el Ego con aspectos negativos del ser, sin comprender dónde nace o porqué lo necesitamos, aunque para justificarlo o no, todos comprendemos que lo necesitamos. Y es cierto.
El Ego es necesario para esta realidad ilusoria. Es una máscara, una identidad necesaria. Todo aquello que conocemos cobra sentido desde la aparente experimentación del Yo, hasta entonces, lo que nos rodea, lo que somos, resulta vacío en un sentido literal. Y es un vacío que genera un sentimiento pleno de gozo, más un vacío aterrador cuando no estamos preparados.
Muchas veces el mismo camino interior, donde claramente intentamos ser mejores personas cada día, al entregarnos esa experiencia de totalidad y vacío, nos aterra, generando nuevas máscaras y formas cada vez más refinadas para el Ego, a fin de continuar amarrados a una forma, a un conocimiento, a una identidad. Más imagina por un momento la humildad de simplemente ser, el gozo de no poseer la razón, la dicha de no ofendernos por nada, porque nada somos y todo somos a la vez, la comprensión de que nada sabemos y está bien no saber nada. Imagina por un momento desprenderte de la pesada carga de sentir que mereces más, necesitas más, te falta algo, la ansiedad de alcanzar tus sueños.
Comprendemos todos que es necesario tener un ego, una identidad clara de nosotros mismos, una diferenciación del medio para lograr ser autónomos en el pensamiento, cuanto más mejor, de tal forma que podamos pensar con nosotros mismos y no nos dejemos llevar por corrientes inútiles del inconsciente colectivo. Una forma de pensamiento única, fresca, inocente, pura. Que surja de la propia experiencia, del sentir auténtico, y no de las creencias, los juicios, los temores, ni las corrientes externas. Y es posible ambas cosas. Es posible, con una mente propia y auténtica, sin agarrarse a nada y perteneciendo a todo, reconocer y poco a poco descubrir el sinfín de máscaras que alimentamos y poco a poco, o por momentos, dejar de darles de comer.
Al comprender qué es el ego, y su objetivo, también comprendemos que cuando estos objetivos se extralimitan, dejamos de vivir por la misma vida, y vivimos para alimentar esa falsa creencia de quienes somos, nuestros deseos, nuestros éxitos o nuestra fama. Y por ello tan importante es poco a poco dominar al ego, conocerlo y reconocerlo en nosotros mismos, a fin de cada día tener una vida más armoniosa y com,plet<a.
Tener razón es agotador. No sólo requiere alimentar una parte de nosotros que tiene una creencia real, sino agarrarnos a la ignorancia de que no hay más verdades y gastar nuestro breve tiempo en defender lo que creemos. Tener razón niega otras formas de verdad, limita, ahoga, nos separa de otros dividiéndonos de forma emocional y mental. Nos llena de orgullo y nos hace creer más inteligentes, sabios o con mejor conocimientos. Tener razón muchas veces no es una virtud. No se gana nada, sin embargo a veces peleamos por nuestras verdad hasta el punto de dividirnos del centro. El sabio no intenta tener razón. Sabe que de nada sirve su razón, que su verdad es sólo suya. No la impone, no se sonríe en silencio creyendo saber más que el otro, ni creyendo comprender la tremenda ignorancia del otro. El sabio reconoce que nadie, nadie en el Universo, sabe más que nadie. No hay credo ni religión, no hay filosofía mejor que otra. Todas las filosofías, corrientes de pensamiento, todas las personas, actúan desde el mismo lugar, tienen la misma dirección, y por lo tanto son igualmente sabias, valiosas y necesarias para la humanidad. No es mejor ni si quiera estar en la luz o en la oscuridad, estar en lo correcto o en lo incorrecto. No nos hace más sabios ni mejores personas ser de “un bando” cualquiera que sea. Sino abrir nuestro corazón a la vida, presenciar, sin la menor duda de que no nos enteraremos de nada, el paisaje maravilloso de la vida. Sin esperar comprender nada, como espectadores dichosos y creadores conscientes.
Y es que tener razón es un trabajo duro, agotador. Que incluso nos llenará la mente de basura que nos costará mucho eliminar. Nos llevará a ver el arte, paisajes, personas, animales, momentos, desde una sensación pobre, sin emoción ni corazón, con una mente tal vez llena de conocimientos valiosos donde nada más cabe, o tal vez llena de juicios y dolor, donde todo lo observado se tiñe del color de ese mismo dolor, de aquellos juicios, de aquella negación constante. Uno no puede observar ni sentir la espontaneidad, la frescura, manipula el ambiente y se engaña a si mismo. Porque tener la razón, no sólo es una lucha por preservar nuestra subjetiva verdad, sino también, un taparnos los ojos, los oídos, los sentidos en general, a recibir nada nuevo.
Entonces esa razón, esa verdad tan relativa, nos limita y asfixia, nos separa de otras personas, nos separa de avanzar y crecer.
Pero ¿cómo dejamos de intentar tener razón? Tan sólo comprendiendo que no sabemos nada, absolutamente nada, y por más años que pasen en la vida, por más que intentemos divagar, comprender, escuchar, aprender, seguiremos sin saber nada, pues no somos más que minúsculos insectos en un diminuto planeta plagado de seres que como nosotros se mueven por circunstancias elementales, todos con experiencias únicas, valiosas, increíbles y maravillosas, experiencias completas en sentir, en vivencia, en sabor, en el verdadero y trascendental conocimiento transformador, pero experiencias vacías de eso que llamamos razonamientos, o verdades relativas ni mucho menos identificaciones. Pues al fin y al cabo, el Ego tendrá que generar razonamientos para identificarse con más fuerza a la experiencia humana, más esos razonamientos no dejan de ser abstracciones de la mente y no realidades absolutas.
Cuando dejamos de intentar tener razón, a veces de forma natural desaparece la necesidad de ganar, desaparece la competición en su forma mental y por lo tanto, dejamos de ansiar llegar primero, ser premiados, lograr éxitos por encima de los demás.
Para muchos, la competitividad es una herramienta válida y preciosa, más esta herramienta que tan sutilmente aprendemos desde la infancia, con deportes, juegos, con los estudios y con las dichosas comparaciones de todos los adultos, no es más que una forma de dividirnos. Las personas cuando dejan de luchar por ganar y ser mejores, de manera natural cooperan logrando un mundo más humano, amable, saludable. Continuará habiendo grandes éxitos personales y globales, no por dejar de ansiar ganar desaparece la saludable ambición de superación personal, simplemente desaparece el sentimiento de querer ser mejor, estar por encima, llegar donde otros no hayan estado, demostrar al mundo quienes somos. Desaparece toda necesidad de buscar y obtener el reconocimiento y la vivencia, sin deuda con el mundo ni con nosotros mismos, es un crecer por la propia realización.
Cuando el Ego se siente agredido, o tan sólo por hábito, se ofende. La máscara que alimentamos para existir requiere protegerse. Tan sólo es una irrealidad. Existe un sentimiento claro en nuestro corazón que llamamos sentir, existe una claridad de existencia en nuestra mente la cual se llama conciencia, pero no es fácil encontrar ese centro que llamamos Yo, no podremos señalarlo, ni podremos comprender cómo es porque si no sabes ni si quiera lo que es, ni estás seguro de lo que es, ¿cómo podrías comprender cómo es? Tal vez haya mucha información sobre el Yo, lo que somos cada uno, pero será información generada por personas que buscan comprender algo de lo que ellas mismas son, generando más razonamientos, más creencias, más yoes que alimentar dentro de lo que ya vivimos. Porque realmente, por más que busquemos dentro, no podremos delimitar algo que no tiene forma, ni contexto, no se puede señalar algo que es una apariencia. Se puede señalar lo que genera el ego, lo que persigue, lo que crea, lo que limita. Más el ego en sí mismo no se puede señalar. Por ejemplo, si vemos una hormiga, podemos señalar la hormiga, su cuerpo material, podemos señalar sus acciones, podemos señalar lo que genera, sus relaciones con el medio e incluso descubriremos que se corrige, se replantea caminos y aprende sobre sus errores, pero no podemos señalar, por más que queramos, la sensación que la hormiga tiene de que existe separa de los demás. Mucho menos podremos señalar la identidad como hormiga única que ella misma se crea, sólo para sí misma, a raíz de esa sensación. Mucho menos podremos identificar ni señalar el origen de todo el sinfín de razonamientos, creencias y proyecciones mentales, que no reales, generará la hormiguita para continuar sintiéndose separada.
Hace falta una protección. El Ego se siente frágil. Las sombras que el ego generan se sienten totalmente vulnerables ante la constante autenticidad de todo cuanto las rodea. Porque, pongamos un ejemplo, cuando dos personas se abrazan, el abrazo es real, la vivencia es real, los sentimientos que nacen en el abrazo son reales. Cada persona sentirá y vivirá algo totalmente diferente. Lo que no es real, la ilusión que genera el ego, son todas aquellas creencias, idealizaciones, ilusiones mentales sobre lo que se ha vivido. Y el ego creó esas ilusiones porque las necesita ya que él es ilusorio. La persona, desde su aspecto más carnal vivió un abrazo. El ego no lo vivió, porque el ego no puede abrazar. Entonces genera ilusiones para “creer” qué él vivió el abrazo.
El abrazo es bello, natural, real, es completo, no necesita nada, no le falta de nada. El ego siente carencia. Entonces genera identificaciones e ilusiones recreándose en ellas: “me amaba… y por eso me abrazó” “se sentía que la otra persona no disfrutó del abrazo tanto como yo” “necesito abrazar cada día” “me supo a poco” “todos los abrazos son iguales” “esa persona necesitaba mi abrazo” “este abrazo tiene mucho/poco amor”…. El ego se adelanta e incluso a veces antes de finalizar el abrazo, comienza a borrar el sentimiento real de la experiencia, sea más o menos profundo, lo borra, lo niega, y genera formas y proyecciones mentales, o acoge antiguas creencias, para protegerse a sí mismo. Entonces el abrazo en sí deja de existir y da paso a las proyecciones del ego, las cuales requerirán ser alimentadas para mantenerse vivas. Cada una de las expectativas, creencias, ilusiones, visiones, intuiciones, requerirán su alimento, desde volver a creer en ellas, justificarlas, sostenerlas, hasta reaparecer en futuras experiencias que generarán similares ilusiones mentales. Y la persona quedará sin su abrazo, sin su experiencia real, y ahora deberá alimentar día tras día todas las creencias e ilusione que ha generado una sencilla manifestación de la vida.
Entonces el Ego se identificará con cada una de esas proyecciones, sean mentales o emocionales. Las necesitará para tener sentido. Y cada una de esas proyecciones no son más que ilusiones, por lo que el ego, constantemente se ve amenazado de aquello, que resonando con fuerza desde todo lo que nos rodea, es totalmente, indiscutiblemente real. La verdad, una e inequívoca. Que no es la verdad de la materia, ni de la mente. Es la verdad de la consciencia despierta. Lo único que de alguna forma podemos saber que permanece constante más allá del tiempo y la razón. E incluso, en trabajos más profundos de estudio en el trabajo interior, podemos descubrir una falsa forma, totalmente ilusoria de esa consciencia despierta, a la que muchos estudiantes se agarran como auténtica, limitando su creatividad natural y la naturalidad de la mente pura ilimitada.
Entonces el ego tiene que defender cada una de sus creaciones, y por ello se ofende. Se ofende sin límites. No sólo se ofende, sino que también agrede para proteger sus proyecciones ilusorias. Las necesita pues, aunque no nos demos cuenta, la verdad es aplastante. Ocurre algo tan sencillo como una hoja que cae del árbol y cuando una persona la vez, siente algo sin definición en su corazón. Es un momento único, natural, fresco, lleno de experiencia. Entonces el ego generará su sinfín de proyecciones mentales, filosóficas, identificación con las emociones, separación, dualidad…. Y claramente las debe proteger, diferenciará ese momento como bueno o malo, tal vez profundo, estéril, tal vez como único. Aun sin ser capaz de darse cuenta que aquello que sintió no tiene forma porque sintió la vida tal cual es, querrá compartir la experiencia de observar algo tan sencillo y conmoverse, claramente el momento no se puede repetir ni la experiencia se puede compartir, y entones se generará comparación, más ruido, más dualidad. La hoja ya está en el suelo. La experiencia es bella igualmente, más el ego buscará esperar a que caiga otra hoja, pues no comprende que no es la imagen lo que le hizo sentir nada, ni tampoco comprende que jamas volverá a caer la hoja, porque ya cayó. Y no está esperando sentir aquello que sintió, sino dejar de esperar y vivir.
Entonces aparece el enojo, pues hay que defender cada una de las proyecciones que generamos. Y estoy hablando de proyecciones pequeñas, minúsculas, sensaciones, idealizaciones, más hay proyecciones pesadas y duras, como la identidad con nuestros apellidos, con nuestra familia, con nuestro trabajo, con nuestra casa, con nuestros pensamientos, con nuestro, nuestro, nuestro, nuestro. El yo generá muchas proyecciones. Y las más pesadas son aquello que desea. Sus metas. Sus sueños. Sus deseos. Cuando el ego no logra lo que quiere. Se siente ofendido por la vida cuando no es reconocido, cuando no es comprendido, cuando no es escuchado.
La vanidad, el ego, el orgullo, aparece en forma de ofensa. En la verdadera humildad uno dejará de ofenderse así. Comprende las propias limitaciones, no las limitaciones del otro. Pues hay egos que no se ofende porque se comprenden tan superiores a los demás, que piensan que no merece la pena ofenderse por las vanalidades del mundo. La verdadera humildad nos lleva a abandonar toda sensación de ofensa. No busca proteger constantemente las ilusiones, protege la esencia. Pero la humildad no es dejar de tener, no es vaciarse de posesiones. Tan sólo es reconocer con total honestidad nuestras limitaciones, incluidas las limitaciones que genera el ego. No se trata de albergar una lucha constante por la no posesión, sino por la posesión mayor de la autenticidad, de la verdad y de la vida, que vale mil veces más que cualquier posesión insustancial del ego. Pues la vida, aunque tarde o temprano se acabe, cuando se vive plenamente sin definición ni intención, llena nuestro corazón de un auténtico sentir que, incluso, trasciende las limitaciones del cuerpo, de la mente, del tiempo y del espacio, posiblemente, una claridad de experimentación que trascienda lo que llamamos vida, aunque nunca podemos saber. Incluso generará la convicción de que dicha posesión no es auténtica, pues surge del soltar amarres y dejar que nos inunde la visión penetrante que desde lo profundo se expresa.
Ofenderse es agotador, requiere atención, esfuerzo. Ofenderse limita la creatividad, mata el ingenio y divide a las personas. No importa lo que sea que nos haya ofendido.
Al dejar de ofendernos aprendemos a vivir el instante, plenamente, sin limitarlo alimentando aquellas ilusiones de lo que es el instante o de quién lo está viviendo.
Cuando no es suficiente, la persona ofendida buscará que los demás se sientan igualmente ofendidos. Pues la ilusión de su mente duele, requiere solución. No se trata de solucionar el conflicto que sea que haya surgido en la vida, se trata de algo personal, de la propia identidad, o de los propios deseos, o de los propios pensamientos. No es una situación que requiera atención, o una situación que requiera una clara toma de decisiones, se trata de una falta de aceptación personal, una intransigencia o incluso una sensación de honor y decencia. Entonces la persona ofende. Incluso llegando a negar la dignidad humana ajena, pues el ego no encuentra límites en su propia manifestación que casi siempre buscará generar proyecciones en los demás similares a las propias, y en este caso, buscará generar atención. No basta con que piensen lo que uno piense, deben sentirlo. La ofensa que uno ha sentido deben sentirla. Agarraremos el sentir emocional y lo arrojaremos en forma de dardos mentales al alrededor. Muchas veces contra la integridad ajena, contra su propia dignidad como individuo y como persona de pensar, sentir, hacer lo que crea conveniente. Pues la dignidad humana, cada vez más, es frágil y fácilmente franqueable. Y por más que miles de leyes y derechos fundamentales intenten protegerla, cada día encontraremos más formas que fabrica el humano para dañarla, incluso en forma de nuevas leyes, derechos y normas. ¿Y dónde está o qué es esa dignidad si no otra proyección del ego? Con la diferencia de que la dignidad es el derecho de ser, sentir, pensar, respirar, que la misma vida nos entrega.
El ego ofendido juega con la dignidad humana. Limita y agrede dicha dignidad continuamente. La propia y la ajena. Por ello la persona que se torna egoísta, vanidosa, egocéntrica, soberbia, victimista o arrogante, tenderá a alejarse emocionalmente de los demás. No sólo agrede su propia dignidad de ser, sino que continuamente agrede la dignidad ajena intentando ser por encima o por debajo de los demás. Proyectará en los demás todos sus defectos, se apropiará de sabiduría ajena en forma de conocimientos vacíos de forma, poco a poco se disolverá la auténtica empatía, o se desarrollará una forma de hipersensibilidad extrema. Uno deja de conmoverse y su principal objetivo es defenderse, defender su dignidad, su yo, sus múltiples identificaciones, sus múltiples proyecciones incluidas las mentales y emocionales, los recuerdos, las sueños, “la emoción” que rodea los objetos, alejándose y sintiendo más y más separación, más y más soledad, más y más división.
Y en ese vacío, en esa soledad, uno busca razones para existir, cuando lo que construye son pájaros de papel.
La verdad, la realidad, la manifestación que nos embarga y completa, no necesita proyección alguna, es completa. No se ofende, no se lastima, conmueve y se transforma constantemente. No podemos analizarla, tan sólo vivirla. No podemos dirigirla, agarrarla, poseerla. La manifestación, tanto la última como la primera, tanto la esencia, tanto la semilla generadora de manifestación y vida como la manifestación última, tanto el sueño, como el nacimiento, la muerte, el sentir íntimo, el abismo de nuestra mente, los pelos de punta, el reconocimiento, son formas sin forma perfectas y completas, que no necesitan ser proyectadas, sólo vividas.
El ego buscará ser superior. Ser mejor que los demás es un trabajo que genera una constante comparación. Cuando no somos conscientes de esta forma del ego y la alimentamos, requerirá que constantemente estemos mirando hacia los demás y hacia nosotros mismos. De una forma agotadora nos juzgamos y juzgamos a todos los que nos rodean. Esto generará una muy baja autoestima. La persona que quiere sentirse superior suele tener una sensación de pobreza interna. Tal vez justificamos a veces la baja autoestima con la necesidad de ser superior, más ambas están relacionadas, como el huevo y la gallina. Y no podemos eliminar una y la otra no. En este tiempo moderno, todo lo que nos rodea pone a prueba esta forma del ego generando que continuamente queramos ser mejores.
Las personas cuando sufren esta forma del ego, no pueden disfrutar de la naturalidad ni la frescura, de la belleza de la vida. Juzgan desde la vestimenta del otro, hasta su capacidad de raciocinio, su capacidad de ser, su poder personal, su religión, su vida en general. Creen saber más del otro que de ellos mismo. Entre los juicios las envidias, a veces muy bien disfrazadas, les llevan a copiar, a imitar, a aparentar ser mejores o saber más o tener más, a dar consejos innecesarios, a escuchar o ver aquello que no es de su incumbencia. Les llevan a entrar en la vida de los demás, a pretender ayudar a quien no lo haya pedido, en resumen, a compararse. Cuando ven alguien haciendo algo hermoso, enseguida piensan si ellos lo podrían hacer, lo intentan imitar, o al contrario, piensan que jamás lo podrían hacer. Entonces desaparece toda admiración.
En la educación a veces enseñamos a los niños que son mejores que los demás, les enseñamos con comparación lo mal que viven otros, o las bondades que hay en ellos por encima de los demás, entregándoles la peor de las cargas, la necesidad de compararse constantemente con todos. Y ya en los niños desaparece la felicidad, desaparece el juego, la alegría. Hay una constante comparación por ser mejor, por hacerlo mejor, por ser el primero. Y cuando uno siente que no puede, que haga lo que haga no podrá ser más, una sensación de frustración, de falsedad, de miseria interna que tantas veces lleva a depresión o ansiedad.
Entonces el ego buscará la forma de tener más. Ya no basta con ser más, ahora buscará tener más. Liberarnos de la necesidad de tener más es abandonar la lucha por poseer lo insignificante. Es abrazar el momento completo. Y no es necesariamente más en un sentido material. Tener más en todos los sentidos. Una relación mejor, más hijos, más amor, más dinero, más atención, más fama, más fracasos, más dolor, más belleza… la ansiedad de tener más lleva a personas a dejar de comer, a realizar intervenciones físicas, incluso para tener hijos, a tener múltiples parejas, a tener secretos, mentiras, a indagar en más y más conocimientos. A asistir a más cursos y seminarios, a leer más libros, llenarse de formas vacías, por que nada de eso realmente nos pertenece, ni si quiera los hijos que son la misma vida y a la vida pertenecen, son nuestros. Ya que no podemos elegir cuando nacen ni cuándo se van. Todo lo que podamos ver, sentir, vivir, pertenece a la vida. La sensación del ego de tener algo es una satisfacción para todos, pero al no saciarse la necesidad de la que parte dicha satisfacción, buscará más y más y más de una forma ilimitada. Y una ligera sensación de que se ha llenado ese sentir de vacío, hace que las personas se vuelvan adictas a aquello que piensan que les dará más. Una ligera forma de completarse. De aquí tantas y tantas adicciones surgen. No es suficiente con una cosa o con una vez, ni es suficiente con una forma de amistad, se ha sentido algo pleno, una ligera sensación de saciedad, una sensación, tal vez muy ligera, de poseer algo, de ser parte de algo. El sentimiento de vacío e ilusión, la amenaza con disolverse de la máscara del ego, por un instante desapareció, pues el ego sentía que tenía algo, algo suyo, algo que le pertenecía. Entonces querrá más, y más y más. Algo que se siente con mucha más fuerza en las tecnologías, donde rápidamente se alcanza la sensación de triunfo, generando una mayor adicción. Así, cuando mayor sea la sensación carencia de realización personal, más fácilmente la persona se enganchará a pequeños triunfos vanales.
De una forma u otra todos vemos un engaño aquí. Algunas personas optan por dejar de comprar, otras por no tener relaciones, otros evitan cualquier adicción o cualquier cosa que esté declarada como adictiva, y todos de una forma u otra buscamos tener más en algún momento de la vida, y muchos caen en la trampa del miedo, alimentando la necesidad de tener más en la misma limitación de aquello que realmente desean.
Una manifestación del ego consiste en la identificación clara con los logros. En la vida surgen cosas, de manera natural. No son debidas a uno u otro. Sino que son una consecuencia de todo. Es posible que tras un trabajo surja un resultado óptimo a ese trabajo, más ese resultado nunca será consecuencia del trabajo, sino de un sinfín de situaciones, personas y circunstancias. Pero el ego quiere más, quiere ser un triunfador, quiere sentir que ha logrado algo, identificarse con el logro. Incluso con los logros ajenos.
Es muy fácil escuchar a un profesor decir como él “ha enseñado” y hablar de educación y no de aprendizaje ni de cómo el alumno ha aprendido. Es fácil escuchar al médico hablar de como “ha curado” y no de cómo el paciente ha llevado su propio proceso de sanación. Igual los padres han educado a los hijos, cuando estos tienen logros en la vida, pero son los hijos los que se han perdido, cuando las cosas se tuercen. Pues de alguna forma, al ego le gusta el logro, el triunfo, y se agarra a él.
El ego buscará agarrarse a “sus logros” sean reales o no, identificándose con ellos, identificándonos con los que hemos logrado en la vida, para bien o para mal. Generando una des-identificación completa con la realidad y una identificación totalmente ilusoria y limitadora con el resultado o la fama adquirida.
Para algunas personas es importante ese resultado. Y ante el se paralizan admirándose y admirando lo logrado. Para otras personas en cambio es importante lo que otros piensen que se logro. Y la consecución de objetivos carece de valor.
Muchas personas avanzan en la vida esperando ese resultado. Y cuando no se alcanza uno siente frustración, engaño, siente miedo y falta de fe en sí mismo. Cuando una y otra vez no se logran los resultados deseados el ego se comienza a identificar con la angustia de no haber logrado nada en la vida. La vergüenza se torna entonces un atributo importante, obligando a mentir, a engañar, a esconder, a ocultar aquello que nos atemoriza, en vez de superarlo y escucharlo. Y al tener vergüenza, al sentir fracaso y frustración, la persona muchas veces olvida que tan sólo buscaba un logro, y no experimentar el camino. Muy notorio en personas que tras años de preparación de enfrentan a una prueba que “determinará” el logro adquirido. Entonces parece que se esfuma la vivencia de todos esos años, parece que desaparece lo que realmente uno es, y ese resultado diseña a la nueva persona.
La fama, en cambio, ya no se centra en lo logrado, se centra en lo que otros piensen de uno. La persona apegada a la fama gusta que piensen siempre bien de ella. Habla bien de ella, muestra lo que considera sus mejores atributos y presume sin fin en la vida. Su sed de ser visto, admirado, querido, amado, reconocido, a veces hace olvidar lo importante que es vivir sin mirar lo que otros piensen de nosotros. Entonces uno hace constantes esfuerzos por que le vean bien. Camina, habla, se viste, comprobando la imagen que genera y lo que otros piensen de uno mismo. Sin darse cuenta atrae las miradas o las rehuye esperando que otros perciban su gran humildad.
El ego no se puede trabajar, no se puede disolver. Algunas veces, en ciertos trabajos de meditación, se percibe como que todas las proyecciones del ego puedan ser borradas, como si la sombra del ego se pudiera disolver de un plumazo, una apertura mental determinada nos genera una claridad y consciencia a tal punto que parece que hayamos integrado dicha claridad. Pero el ego continuamente generará dichas proyecciones, dichas sombras. El ego necesita crearlas. Y agarrarnos a ellas o no, dependerá de cada elección en cada momento de nuestra vida, y no de aquello que ya hayamos vivido. Incluso los logros espirituales son logros y no dejan de ser una ilusión más.
En otro nivel, cuando vamos integrando esta auto-observación, esta escucha constante al ser y a la vivencia personal, poco a poco logramos comprender los agregados de una forma más clara. Comprendiendo que si bien las proyecciones del ego, de la mente no son más que ilusiones, también la forma es otra ilusión. También la sensación de captar la diferencia es otra ilusión más. Pues la conciencia es otro agregado a la esencia, y no la esencia misma.
Aprender a vivir sin ofendernos, liberándonos de la necesidad de tener razón, de ganar, de ser superior a los demás, o diferente, del ansia de tener más, de los éxitos y fracasos y de la fama, genera paz, equilibrio. Entonces podemos mirar al otro como igual. Libres, se disuelve cualquier lucha y sentimos apertura en la mente y el corazón.