Abriendo el tercer ojo
Las personas tenemos varios centros energéticos, focos de conexión importantes que sirven para canalizar la energía, dirigirla o contenerla. Cada centro principal está unido a otros centros secundarios y con todos los demás centros principales a la vez.
En total son 7 centros principales que se unen a través de tres canales principales.
De manera natural todos los centros y canales están limpios al nacer, más las experiencias de la vida traumáticas nos llevan a ir bloqueando y cerrando dichos centros.
Al igual que cerramos los ojos cuando no queremos ver algo, o cerramos el puño cuando no queremos recoger los regalos de la vida, estos centros se cierran cuando negamos aspectos relacionados con las energías que gobiernan y los fundamentan.
Los tres canales centrales se bloquean por las emociones más conflictivas, el temor, la ansiedad, el estrés, la ira, la ignorancia o la envidia.
Los chakras se bloquean en función de las energías que están trabajando.
Abrir cada uno de los chakras es un trabajo de toda una vida, de recuperar la conexión con uno mismo, y permitir que en la vida fluyan los cambios y las experiencias sin limitarnos ni bloquearnos en ellas.
Cada charka, al gobernar una energía en concreto, tendrá unas repercusiones diferentes en nosotros en caso de estar cerrado, pues no permitirá que dichas energías fluyan en nosotros, no permitirá que conectemos con dichas fuerzas vitales. Es más, cuando estos chakras se dañan, albergarán la emoción conflictiva de la experiencia que nos dañó, tal cuál la sentimos en el momento en que la vivimos y no la supimos transformar.
Sería similar a cerrar el puño con una piedra que nos daña dentro, y pasan los años y al abrir el puño lo primero que vemos es aquella piedra que nos hizo cerrar el puño. Sería lo mismo que cerrar los ojos porque hemos visto una imagen dolorosa y al abrir los ojos nuevamente lo primero que vemos es la misma imagen que nos llevó a cerrar los ojos.
La experiencia dolorosa se queda prendida a nosotros bloqueando de alguna forma nuestros centros energéticos.
El tercer ojo, el foco del entendimiento trascendental, se bloquea cuando hemos tenido experiencias doloras que no hemos podido comprender, o que tal vez ni si quiera hemos querido hacerlo. Al abrir dicho centro, tenemos la oportunidad de poder abrir todos los demás, asimilando, comprendiendo, integrando y extrayendo la sabiduría de cada experiencia dolorosa vivida.
Por esta razón, enfocarse en abrir el tercer ojo tendrá repercusiones positivas en toda nuestra vida, porque nos ayudará a desbloquear todas aquellas experiencias que nos llevaron a cerrarnos, a bloquearnos, a encarcelar nuestra experiencia y nuestro corazón.
Lo primero que cierra nuestro tercer ojo son las experiencias traumáticas de la infancia, tales como ver a nuestros padres sufrir, tener que alejarnos de ellos, tener un familiar enfermo o que nos haga daño. Cualquier experiencia sufrida en la infancia que no pudimos comprender ni integrar, mucho menos aceptar y perdonar.
La recapitulación:
La recapitulación no sólo nos lleva a recuperar la energía perdida en cada experiencia pasada, sino también a tomar conciencia de dichas experiencias. Recapitular nuestro pasado nos ayuda a cerrar ciclos, perdonar y extraer la sabiduría de cada momento de nuestra vida: a “abrir los ojos” en cada instante.
Para que una recapitulación sea completa es necesario hacerlo con amor y perdón. Superando el pasado y dejando ir las imágenes traumáticas, transformándolas en amor, bendición, liberación.
Se trata de recordar aquellos momentos dolorosos con una mirada profunda y sana. Sin implicación emocional pero sí con una completa entrega de amor y consciencia.
Al recapitular intentamos no sólo cerrar aquellos asuntos, sino tener una comprensión más profunda de nosotros mismos y aquello que hemos atraído en cada momento de vida.
La meditación:
La meditación nos lleva a una calma mental y una concentración superior. Esto permite una mirada más trascendental de la vida, ayudándonos a “ver” con paz interior. Sin juicios, sin velos, sin temor, observamos cada instante. No hay control, sino fluir. Por ello el tercer ojo se va abriendo como una flor al sol.
En la meditación, representada como un loto abriéndose a la vida. Nuestra más interna sabiduría se manifiesta incluso en los lugares más turbios y dolorosos (el pantano emocional).
Una auténtica meditación carece de intención, es una entrega consciente al instante presente. El silencio se deja percibir y el no ver permite una visión trascendida y completa.
La serenidad se genera cuando dejamos de intentar. Desaparece la lucha y descansamos en una mente calmada, sosegada, más limpia y plena.
El corazón se abre porque no hay tanto esfuerzo en sentir. Descuidados, el Universo entero se deja escuchar en un silencio abismal.
En la meditación con intención pura, el ego se disuelve y se genera un enfoque profundo y claro.
Se abre poco a poco el tercer ojo a través de la práctica, sin esfuerzo, sin ego.
Tras las sesiones de meditación, la mente no siente necesidad. Entonces hay un encuentro bello con la vida.
La autoobservación:
Nuestra mente intenta despistarnos continuamente. No busca grandes cosas, sino sólo ser algo diferente de todo lo demás. Busca experimentar una diferenciación clara con el resto.
Entonces genera “trampas”, genera manifestaciones irreales, temporales, ilógicas pero muchas veces dolorosas.
Nos hace sentir hundidos, perdidos, solos, rechazados, egoístas, abandonados, capaces, únicos, superiores, la mente nos hace sentir que somos algo porque teme no existir.
La autoobservación nos permite darnos cuenta de nuestras singularidades externas. Cuando practicamos la autobservación primero captamos los mil autoengaños, aquello que nos tienta, que nos limita o que nos daña. También comprendemos qué nos gusta más y qué buscamos en la vida. Qué creemos necesitar.
Entonces al observarnos a nosotros mismos podemos comprender las emociones conflictivas que surgen aparentemente de la nada, nuestros verdaderos deseos y poco a poco hay cada vez más claridad, honestidad y humildad.
Al desarrollar esta claridad, se genera una observación más profunda del propio estado de la mente.
Llega un momento en que no interesa tanto saber qué le ocurre a la mente, o qué está pensando o porqué piensa esto y no lo otro. Porqué sufre por tal o cual tema o cómo es este o aquel sufrimiento. En ese momento en la observación uno busca comprender ese estado mental, sin más. Agitado o sereno. No importa tanto qué genera dicha agitación o dicha serenidad.
Y luego la mente se aquieta y aparece una observación sin esfuerzo. Tanto de uno mismo como del entorno. Una observación clara, sin prejuicios ni temores, sin necesidad ni adelantos, totalmente pura y consciente.
Entonces aparece claridad.
El trabajo de autoobservación puede verse completo al inicio. Uno se cansa de mirar hacia dentro, de comprender cómo es uno. El secreto es el amor propio. Cuando uno se ama, se busca conocer. Cuando amas algo lo quieres comprender, lo aceptas, lo vives tal cuál es. La mirada de autocomprensión no nace de una observación constante, nace del amor que te conduce a observarte.
Transformar las imágenes dolorosas
Una de las claves para abrir el tercer ojo es transformar las imágenes dolorosas en imágenes claras. No existen las imágenes perfectas, pero sí la claridad y pureza en la mirada. Por ello hay que repasar una por una las imágenes de la vida y sanarlas transformándolas a un punto de luz superior.
Esto se hace con un recorrido por las imágenes esenciales: el padre, la madre, los hermanos, la casa donde nacimos y vivimos, el trabajo, la sexualidad, nuestro propio cuerpo, el alimento, etc.
Muchas personas al transformar la imagen del padre y la madre notan como su visión de vida y su tercer ojo se abre y se transforma rápidamente. Otras personas deben pasar por todas las proyecciones que dichas imágenes han generado en el resto de aspectos de la vida, para así poder notar cambios.
La imagen del padre y la madre fundamentan nuestra visión de vida, nuestra perspectiva e incluso la visión de nosotros mismos. Todo lo que somos, lo que hemos vivido, y lo que nos rodea, surge de la integración subjetiva de la imagen del padre y la madre. No del padre y la madre y la experiencia ante ellos, sino de nuestra visión subjetiva.
Tal vez vimos un día llorar a nuestro padre y eso transformó la visión de vida. Tal vez vimos gritar a nuestra madre y no entendíamos que ocurría. Tal vez vimos que nuestro padre se alejaba sin saber que pasaba, o tal vez al ver a nuestra madre abrazar a otras personas, sentimos que ya no nos quería, que ya no nos necesitaba. Esto genera una imagen en nosotros mismos parcial de la realidad, una imagen dolorosa que bloquea el entendimiento de muchos otros aspectos de la vida. No se trata de comprender qué ocurrió, sino de transformar dicha imagen por una más real y pura.
Generalmente creemos que está totalmente relacionado el entendimiento con el objeto del que surge dicho entendimiento, pero va más allá, nos interesa mucho más la calidad de la mente que logra el entendimiento, no el entendimiento en sí ni el objeto que genera la atención. Mientras más nos apeguemos al qué pasó, cómo, dónde, con quién, más lejos estamos de la mente y del entendimiento y más prendidos al objeto nos quedamos. Y atrapados en ese objeto, los ojos continúan cerrados al mundo entero.
Cuando nos quedamos en una intención de desarrollar el entendimiento, entonces surge algo frio, separado de la experiencia, como quebrado e irreal. Tal vez sea un entendimiento que nos parece esencial, pero será parcial y dirigido a un único objeto o experiencia determinada.
Cuando nos mantenemos en la mente consciente y clara, y desde esta observamos el entendimiento, el objeto, la vivencia… entonces podemos decir que hay claridad. La imagen del objeto es transformada porque logramos observarla desde fuera, desde dentro, desde todos los ojos y desde ninguna la vez. De igual manera el entendimiento se manifiesta claro, pero aun así, el meditante no se enorgullece ni se exalta, sino que se libera de dicha experiencia como una más en la vida, permitiendo que haya una transformación real interior. Por último, cuando observamos así, la imagen clara del objeto, el entendimiento trascendental, el viaje de la experiencia interna, entonces no hay necesidad de cambiar, ni aprender nada, pero dicho cambio se realiza igualmente, generando cambios en todos los aspectos de la vida.
Para transformar la imagen de nuestra madre, a veces tenemos que dejar de ser hijo. Abandonando el rencor, el temor o la ignorancia, observamos desde ese único lugar que vemos un ser divino experimentando como humano, en una vida humana, en un momento llamado maternidad.
Para transformar la imagen de nuestro padre, a veces tenemos que dejar de ser hijo. Abandonar la creencia de ser mejores, de superar, de competir, de reclamar, y observamos sin intentar entender, tan sólo experimentando una visión completa de un alma que ruega por ser padre.
Para transformar la imagen de nuestro cuerpo, tenemos que cambiar la imagen del cuerpo de la madre, del padre, de la figura femenina y masculina. La conexión con nuestro cuerpo está totalmente relacionada con la imagen que tengamos de él. Una imagen distorsionada puede generar gran dolor y frustración, obligándonos a dedicar grandes esfuerzos en corregir, cambiar, intentar ser algo que no somos. La imagen de nuestro cuerpo nos señala el afecto que hemos sentido, que percibimos de nuestros padres. El rechazo a nuestro cuerpo o la incomprensión, habla de cómo eran los abrazos de nuestros padres en los primeros años de vida.
Una conexión con el propio cuerpo equilibrada, genera un mayor equilibrio a la hora de entregar y recibir amor. Una proporción equilibrada en el dar y recibir. Un sentimiento de sostén, paz y armonía interna.
No necesitamos tener un cuerpo hermoso, ni saludable, pero sí una visión certera y clara de él. Aceptando y amando sus limitaciones, dejando de perder energía en intentar ser lo que no somos, aprendiendo a amar cada día, cada cambio, cada instante. Esta mirada nos permite prevenir enfermedades, comprender las limitaciones físicas y vivir en armonía con ello.
Transformar la visión sobre quienes somos también está relacionada con nuestros padres, aunque tiene gran influencia los abuelos. Los secretos y disparates de su vida, aquello que ocultaron, aquello que nunca vivieron, se manifiesta en la propia personalidad como inconsciente. Cuanto más creemos ser esa persona, menos somos una totalidad. Cuanto más defendemos nuestras carencias emocionales, estás más nos limitan y nos determinan.
Transformar la visión de quiénes somos, cómo somos, cuáles son nuestras debilidades morales, es igual que perdonar la historia familiar. Se trata de transformar la creencia que otros depositaron sobre nosotros y aceptar que somos seres integrales, completos.
Por último, transformar la visión de nuestra capacidad en la vida es permitir que surja una comprensión superior sobre nuestra esencia creadora. Se trata de abandonar la limitación y la necesidad, abriendo la mente a la experimentación como seres excepcionales y completos.