Decía Epicteto:
El hombre no está preocupado tanto por problemas reales como por sus ansiedades imaginadas sobre los problemas reales.
En el estoicismo, la escuela filosófica que buscan la virtud y la felicidad a través del control de las emociones, aparecía Epicteto, un esclavo romano que se convirtió en uno de los filósofos más importantes del periodo helenístico.
Epicteto enseñó que hay dos tipos de cosas en la vida: las que podemos controlar, y las que no. Según él, todo aquello que está dentro de nosotros: nuestras opiniones, deseos, elecciones, acciones… puede ser cambiado; mientras, todo aquello que está fuera de uno mismo, no se puede cambiar.
La clave, pues de la felicidad, consiste en poner atención en todo aquello que sí podemos controlar.
Esta forma de pensamiento tiene muchas profundidades, pues realmente, dentro de uno mismo también existe un infinito que muchas veces no podemos controlar, que a lo mejor ni si quiera somos capaces de comprender su inmensidad.
En el taoísmo existe el principio del Wu Wei, que literalmente significa “sin acción” o “no actuar”. Este principio no busca una falta de acción, sino una acción sin esfuerzo, soltando el control y permitiendo que la vida se manifieste. Enseña cómo actuar en el momento adecuado, sin desperdiciar energía. Te enseña a observar la situación, a tomar decisiones en armonía con lo que te rodea, y poco a poco, Wu Wei te instruye en el arte de lograr todo, fluyendo sin obstáculos, sin esfuerzo.
El Wu Wei y la filosofía estoica helenística están completamente relacionados.
Wu Wei busca vivir en armonía con el entorno, sin intentar transformarlo y sin esfuerzo por el cambio, moviéndonos y adaptándonos, fluyendo con él, y permitiendo que los cambios se den. No se trata de no actuar, sino de “desplazarse” por la senda que la vida te impulsa sin forzar situaciones, manteniendo la consciencia en la manifestación natural de las cosas.
La profundidad de las enseñanzas Wu Wei hacen que sea muy fácil malinterpretarlo desde una lectura superficial, pues no se trata de “no hacer”, sino de fluir en conexión con todo, permitiendo que las cosas ocurran.
Con respecto al tema que nos ocupa: las distracciones mentales, tanto la filosofía taoísta como el estoicismo dan una respuesta muy sencilla, enfocarse en el ahora.
La falta sensación de control, así como la necesidad de tener el control, o intentar controlar las cosas que no podemos controlar, saturan nuestra mente, nos saturan emocionalmente, nos llevan a comportarnos de formas irracionales, impulsivas y descontroladas. Entonces llegamos a un punto de saturación y comenzamos a sentir que estamos dispersos, que no tenemos ningún control, y esto produce más ansiedad aun, más angustia, más temor.
Cuando la atención se pierde, cuando cuesta enfocarse, profundizar en un tema, reflexionar, cuando uno se siente perdido ante una tarea nueva, o no encuentra palabras, tal vez despistes continuados, pérdidas de memoria, acciones que realizamos sin darnos cuenta… entonces podemos afirmar que la mente está saturada y entramos en un estado de caos mental.
Más información, más contenidos, más estímulos, y menos concentración, atención, claridad, calma… En los niños y jóvenes esto se puede observar a simple vista, un día entero con tecnologías hace que los niños estén alterados, despistados, dispersos, su mente vaga de un lado a otro sin poner atención, sin saber dónde están ni lo que están haciendo. En adultos, obviamente, ocurre lo mismo.
La cantidad de estímulos que nos rodean generan más y más distracciones. Pero más allá de esos estímulos, nuestra mente sigue enredándose con ideas, experiencias, acciones, juicios de todo aquello que no podemos controlar, sintiendo que estamos fuera de nosotros mismos, sacándonos de nosotros mismos.
Tal vez ocurre algo doloroso, entonces la persona abandona lo que siente y empieza a juzgar lo que ha ocurrido en otras personas, lo que debió haber hecho, las consecuencias, lo que hicieron otros… La mente se dispersa y la emoción, la experiencia, la realidad vivida, se deja de observar.
Nuestra tendencia a realizar juicios, a reaccionar sin pensar, a forzar las situaciones, sólo genera más ansiedad y estrés, más angustia, más dolor.
Ante los problemas de la vida debemos reaccionar, es lo natural y es imprescindible. Pero también debemos reaccionar con sabiduría y consciencia, comprendiendo la situación y nuestra situación personal.
En el lenguaje existe un paradigma interesante entre las cosas que decimos intentando cambiar a otros, señalarles, juzgarles, analizarles… que la comunicación basada en lo que uno siente, piensa, vive. La comunicación centrada en el mundo exterior tiende a ser juiciosa y agresiva. La comunicación centrada en la propia vivencia tiende a ser asertiva, honesta y respetuosa.
En las acciones, aquellas que se enfocan en cambiar la realidad externa, suelen ser muy costosas, requieren gran esfuerzo. Las acciones que buscan cambiar el mundo interno mientras nos adaptamos a la situación que nos rodean, parecen sencillas, naturales y sin esfuerzo.
Un ejemplo sencillo es el niño al que le ponen un plato de comida que no le gusta. Cuando el niño quiere controlar el exterior, cuando se enfoca de una forma negativa a esa simple experiencia. En una reacción verbal podrá atacar a la madre/padre:
-Siempre me pones la comida que no me gusta… Lo haces a propósito.
Además, si acaba comiendo la comida, lo hace con resistencia, sufriendo, enfrentándose a una lucha interna. A veces llora, a veces grita. Ves al niño caprichoso llorando ante un simple plato de comida y comprendes que para el niño es un gran sufrimiento. No logra aceptar la situación, no logra fluir con el momento. Un plato de comida, que es un momento, que es nada, se convierte en una pesadilla.
Cuando un niño no se resiste ante esta experiencia, sino que la acepta, toda la respuesta cambia. Es probable que su respuesta sea mucho menos agresiva y esté más enfocada en lo que siente:
-No me gusta esta comida, no se si me sentará bien, me huele fatal…
En su forma verbal dejará de haber ataque, porque no se centra tanto en lo que está pasando fuera de él, sino en lo que ocurre dentro.
Luego, en la acción, si deja de enfocarse en la resistencia que tiene, si ha aprendido a fluir con la vida, a aceptar las situaciones que se presentan, si el niño aprendió a superar la frustración y acepta que el plato de comida es lo que le toca comer, comerá la comida sin sufrimiento. Tal vez no le guste, pero acepta la situación y fluye con ella. A lo mejor comerá más rápido, haciendo gestos raros… tal vez acabe y se levante rápido para irse a jugar. Su atención no estará en el sufrimiento del plato, sino en acabar y seguir adelante, o que mañana será otro día y habrá otra comida distinta.
Aquí vemos como se enlazan distintos conceptos que a veces nos afectan: frustración, control, enfrentamiento con el entorno, aprender fluir…
El plato es un símbolo sencillo, pues los adultos sabemos que podemos comer rápido y seguir adelante. Las personas que no tienen tantos problemas con la frustración saben que no pasa nada por comer una comida que no les gusta o no les apetece en ese momento. Las personas que tienen grabes problemas con la frustración no pueden avanzar, se quedan atascadas, no sólo ante el plato de comida que no se van a comer de ninguna manera, sino ante la ropa, los trabajos, o cualquier experiencia que no les apetezca.
En la vida hay demasiadas cosas que se salen a nuestro control. Podemos hablar del clima, de la naturaleza, de la opinión de otros, la salud, la política, los resultados de las acciones… pero hay otras cosas más sutiles e internas que también se salen de nuestro control, y que muchas personas no logran aceptar, como el cuerpo con el que hemos nacido, el envejecer, la fama, la familia que tenemos, nuestras limitaciones personales …
La clave para recuperar la sensación ilusoria de control, la tranquilidad, es despejar la mente de los distractore. Poco a poco apartamos cosas de nuestra mente, palabras, pensamientos, cosas distractoras. Todas las distracciones fuera, y nos centramos en este momento, en nosotros, lo que sentimos y lo que estamos viviendo.
Luego, aceptamos la vida tal cuál se nos presenta, observándola y abrazándola. Fluimos en ella.
1º. Dejamos que las cosas fluyan y evitamos influir para que cambien. Abandonando el esfuerzo por imponer nuestros deseos y aspiraciones, y permitiendo que todo sea tal cual se manifiesta.
2º Apreciamos el cambio natural de las cosas. Lo admiramos y lo abrazamos.
3º Observamos los problemas que generamos al intentar cambiar las cosas que se nos presentan. Descubrimos la frustración, el dolor y ansiedad que se produce cuando intentamos cambiar todo aquello que no podemos cambiar.
4º Buscamos entender lo que ha propiciado la emoción, y lo que nuestra emoción nos intenta enseñar, en vez de arrastrarnos con la emoción hacia el dolor.
5º Abandonamos la sensación de que tenemos el control del futuro, y comprendemos que las consecuencias de nuestras acciones y el destino en general, no depende tanto de nosotros.