No podemos negar los problemas de la adolescencia en nuestra sociedad. Es posible que la pubertad sea para algunos la etapa más desafiante y compleja de su vida, marcada por la duda, el temor o emociones contradictorias. Incluso, podemos leer en muchos tratados de psicología moderna como detallan puntos en común como las emociones encontradas y la rebeldía ante los padres en la etapa de la adolescencia.
Parece que la adolescencia se presenta muy desafiante y marcada por la necesidad de la toma de muchas decisiones para las que parece que el aun niño, no está tan preparado para tomar.
¿Pero esto es así? ¿Realmente la psicología de la adolescencia tiende a la rebeldía ante los padres y la sociedad? ¿La persona que se siente fuera de lugar, el individuo que no quiere asumir su rol? La respuesta es un rotundo no que adolece en la autocrítica que todo adulto de nuestra sociedad contemporánea debería plantearse.
En otras culturas, el adolescente se siente completamente integrado en el clan, el cambio de etapa es fluido y lineal, el adolescente colabora, participa, se siente parte del grupo y desea con ansias ese momento en que empezará a contribuir en su mejora.
El suicidio juvenil es propio de nuestra cultura “civilizada”. Queramos aceptarlo o no, el suicidio en la adolescencia, es un hecho moderno, de una era industrializada, igual que la rebeldía juvenil ante los padres, o la lucha de poder y la falta de respeto hacia los mayores.
La neurosis en sí, es parte de nuestra cultura, es un trastorno donde la mente está dividida, es un enfrentamiento de uno consigo mismo. Es posible encontrar en otras culturas situaciones en que una persona está alterada o tiene una crisis emocional, aun así, el comportamiento neurótico, como la búsqueda constante de referentes, la contradicción, la ansiedad anticipatoria, la previsión constante de tendencias absolutas, de sí y no, la incapacidad de superar la frustración, la susceptibilidad excesiva, la hipocondría, la obsesión maníaca, la histeria, la angustia … Imagina pues en una aldea perdida en las amazonas, hecha con cañas de paja, un individuo que no puede dormir si no tiene toda su ropa bien doblada y colocada en sus respectivos lugares; o un niño en las montañas de Nepal sufriendo porque le salió una espinilla; o una adolescente en el Titicaca con un tatuaje hecho a escondidas de sus padres, revelándose ante sus mayores porque se niega a realizar sus tareas.
Nuestra sociedad industrializada ha generado cosas maravillosas. Innegablemente existen grandes mejores de la calidad de vida y de las posibilidades que nos brinda, pero también ha fabricado la neurosis. Y nos guste o no, la neurosis afecta a la niñez, y se hace un eco profundo en la adolescencia, etapa en la que se puede agudizar gravemente.
Lo vemos en la neurastenia, en los miedos irracionales, en los trastornos obsesivos compulsivos, en la histeria infantil, en las depresiones de adolescentes, los conflictos de nutrición, insomnio y bruxismo desde edades muy tempranas, en definitiva, trastornos neuróticos que son propios de la cultura de la competitividad y el consumo.
Pudiera ser quien crea que en otros lugares la vida es primitiva, horrible, que maltratan a mujeres y niños, que explotan a todos, que los niños trabajan, que viven en la ignorancia, ni si quiera van al colegio, o que esas personas no tienen ninguna libertad. Habrá quien crea que todas esas culturas, sus religiones, sus ritos, incluso su idioma, no son más que formas de vida arcaicas que deben desaparecer para que podamos evolucionar; habrá quien, desde la ignorancia y la ceguera, considere que su forma de vida es la única correcta, válida y respetuosa. Pero la antropología y la psicología en principio no intenta cambiar nada, ni juzgar, sólo observar y aprender de una observación objetiva. Y en esa observación, innegablemente las personas en culturas “primitivas” tienen más salud mental que aquellos que viven en la sociedad moderna.
En una sociedad donde el niño conoce cada detalle del proceso de vida que le resta, incluso los cambios físicos que vivirá en su cuerpo a lo largo de los años, una sociedad en la que no se esconde nada, el hombre pasa de una etapa a otra con fluidez y con ganas.
En una sociedad donde el niño no conoce cómo se forman las cosas, de dónde surge la riqueza, qué hacen sus padres cuando salen de casa, que todo son puertas cerradas, con ingenuidad pudiera querer romper con la prisión que considera que sus padres le han impuesto para “vivir” todo aquello que ni si quiera conoce y cree que podría vivir.
Mucho más se agrava con el concepto que los medios acercan a los niños y jóvenes del “dinero fácil”, grandes sumas de dinero y riqueza que aparecen sin esfuerzo en las manos de los protagonistas de las historias que están acostumbrados a ver.
El niño no puede comprender que sus padres tengan que esforzarse, ni si quiera comprende el gasto que significa un regalo de cumpleaños, no les ve trabajar, no les ve fuera de casa. En muchos casos, incluso hasta la preadolescencia el aun niño sigue creyendo que los regalos de navidad llegan mágicamente a todas las casas del mundo. La ignorancia que tiene sobre todo cuanto le rodea le impide crecer, le impide enfrentarse al mundo, el mundo se presenta grande, ilimitado, inabarcable, desafiante. Es un reto en el que también estará solo, igual que sus padres, porque en nuestra sociedad un individuo siempre está solo con sus problemas. Para muchos, una vez que dan ese paso a la adultez, de sus padres aprendieron que no existe el clan, ni el apoyo vecinal, ni el mirar hacia atrás. Muchos creen que sólo existe un precipicio delante de cada decisión.
Y con esta ansiedad se presenta el futuro y todos los cambios de la pubertad.
El planteamiento de lo que esto significa para todo adulto que convive y comparte con adolescentes es doloroso para él mismo y para la sociedad que vive. Se nos presenta una sociedad donde los ritos de iniciación hacia la etapa de adultez son difusos y dolorosos, con una tendencia a la sexualidad y la provocación, a la rebeldía y a la neurosis. Una etapa donde por lo general, todo aquello que de niño “no se podía hacer” se abre ante los ojos de esa mente aun formándose y con tanta curiosidad.
En otras culturas no existe el “no se puede hacer”, o “aun eres pequeño”, en otras culturas no existe el tabú, el secreto. Todo se muestra y desde niño uno entiende, sin que le tengan que explicar, que hay cosas que no tiene la fuerza, la necesidad, o la capacidad de vivirlas. En otras culturas no hay neurosis. Pero en nuestra sociedad la neurosis aparece cada vez más temprano, afecta a uno de casi cada casa. Estamos familiarizados con ella, convivimos con ella. Muchos comportamientos neuróticos son tan habituales que ya ni si quiera nos extrañan. Y cuando los vemos en adolescentes, no notamos ninguna señal de alarma. Es más, en la psicología moderna, se hace cualquier cosa por suavizar la neurosis y dar la razón al joven, hacer cualquier cosa para que no sufra, antes de enfrentarse al hecho de la contradicción psicológica y emocional que vive el niño o joven para tener ese comportamiento neurótico, a veces incluso ante un joven que asegura que no podrá vivir, que se suicidará por esa misma contradicción, y la única solución que le entrega este mundo es: hazlo, vívelo, aunque te haga daño, aunque te destroce la mente, el cuerpo, la vida, haz aquello que tu neurosis te obliga. La sociedad, el mundo que le rodea, enseña al niño que es más importante aplacar esa neurosis, esa ansiedad, antes que lidiar con la contradicción interior y superar la obsesión.
El adolescente entonces toma decisiones erróneas, basadas en deseos, en caprichos, en el temor, en la ignorancia. Aun no sabe, no conoce, pero ya decide lo que hará sin comprender que todo acto tiene unas consecuencias.
El adolescente necesita generar una individualidad, una personalidad separada de su familia. El mundo de ahí fuera es grande, y quiere formar parte de él. No quiere ser más parte de su familia, porque inconscientemente siente que esa familia le oprime, le pone barreras. Él no sabe que las barreras son sociales, piensa realmente que sus padres las imponen. Entonces necesita alejarse de sus padres psicológica o emocionalmente.
Ante esto, la tendencia política y psicológica de nuestra cultura apoya al menor, determinando que los niños no son hijos de los padres, son de la sociedad. Hoy en día es la institución quien tendrá la última palabra de cada cosa que elija el niño, no los padres. Los padres en nuestra sociedad son un mero personaje más que da la vida, pero a un nivel institucional, político, se considera que ellos no saben, no comprenden, no son considerados los educadores.
La institución enseña los valores, el civismo, la religión, incluso enseña sobre sexualidad, no es la familia quien aporta todo esto, porque en nuestra sociedad se considera que la familia está anticuada, no conoce, no sabe, es ignorante. Al joven le inician fuera de casa.
En una sociedad no neurótica, claramente los valores se enseñan en casa, la religión se enseña en casa, en una sociedad neurótica, lo más importante te lo enseñan fuera. Y así el niño crece dividido. Sus emociones, sus principios, su comprensión de la vida, está dividida. Ve una cosa diferente dentro y fuera del hogar. Sus referencias son difusas, sus retos son demasiado completos para carecer de referencias.
Sumamos a esto un hecho delicado que genera gran dolor en el inconsciente social: el apellido.
El apellido no es un mero título heredado de los padres, antiguamente correspondía a una casa. La persona era de tal o cual casa, y tenía el apellido de esa casa. El apellido no señalaba los padres, sino el clan al que pertenecía. Así uno, a lo largo de su vida, cargaba con todos los triunfos, la fama, el honor o deshonra de una casa. En muchas culturas europeas el apellido era materno, porque la casa la gobernaba la madre. No era machismo ni feminismo, no era nada de eso, era el valor y honra detrás de la historia de un clan.
Cuando los apellidos son meros títulos que acompañan el nombre, nuestra sociedad va perdiendo cada vez más la identidad de sus raíces, de sus propias referencias.
Así, partimos de una sociedad donde el concepto del clan familia, vecinal, de la comunidad, han desaparecido casi completamente, e incluso está mal visto potenciarlos, donde el consejero es parte de una institución, no es parte del clan, no conoce al niño desde que nació, no lo ama. Y donde aquello que el niño aprendió de la vida adulta es todo falso, distorsionado, porque lo vio en películas, en medios de comunicación de masas, ni si quiera tiene conocimiento de lo que ganan sus padres o cuánto gastan cada mes en qué. Los niños ya no hacen “recados”, no colaboran en las tareas del hogar, no apoyan en el negocio familiar, cuando llegan a la pubertad, en su mayoría, ni si quiera saben lavar su propia ropa o hacerse la comida. Desde aquí, se les presenta un futuro incierto, al que temen y al que no están preparados para vivir.
Las huellas de nuestros antepasados no son algo que debamos continuar ignorando, podemos continuar aprendiendo de ellos el valor del esfuerzo, el amor por la comunidad, la lealtad, el valor del honor y la palabra, la tranquilidad de crecer sin neurosis, la salud que tenían nuestros abuelos a lo largo de toda su vida. Los antepasados tienen mucho que aportarnos, y su sabiduría, según se pierde, hace que cada rito de iniciación, a la pubertad, a la adultez, a la vejez, o a la muerte, sea temido y doloroso.
Con todo este paradigma, el adolescente necesita una nueva identidad, necesita ser un individuo completo, integrar sus aprendizajes para convertirse en aquella persona que quiere ser. Es un tiempo de paso hacia la realización, una etapa de consolidación importante y necesaria. Se refleja física, emocional y psicológicamente. Este la sociedad preparada para esta etapa o no, todo niño la vivirá, o la sufrirá.
Sus referencias del pasado ya no le sirven, o bien porque están anticuadas, o bien porque siente que le oprimen y no le permiten convertirse en la persona que querría ser.
Entonces el niño busca otras referencias, las que fueren. Referencias que le ayuden a identificarse con algo, ser parte de algo. Porque necesita ser parte de algo. Por más que veamos al ser humano sólo en sus desafíos, el ser humano es un ente social, necesita formar parte de la sociedad, del clan. Necesita identificarse con algo por temor a su propia libertad. Es una necesidad imperativa, vital, no un capricho.
E imagina ahora al niño, convirtiéndose en joven, con esa necesidad vital de formar parte del mundo, buscando a su alrededor qué ser, en esa inocencia, en esa ignorancia de quien nació hace poco más de una década.
Aquí pueden pasar muchas cosas, y cada una será decisiva para el adolescente el resto de su vida.
Pudiera ser que el niño no logre sentir que encaja. Que se sienta desplazado del clan. No encaja con otros amigos, o no encaja en su escuela, o siente no encaja en ningún lugar. Se siente desplazado. Siente que no puede formar parte. Le exigen cosas que no es capaz de hacer, o no logra entender lo que le exige el sistema, o sus padres. Por más que le piden el no logra entenderlo, y en cada petición sólo escucha que, de no realizarla, quedará fuera del clan. Entiende que esas peticiones no son para mejorar como persona, o en sus estudios, entiende que esas peticiones son las exigencias para ser aceptado. Cuando más le exigen que estudia, más considera que él, de manera natural no es válido para formar parte del mundo, por eso necesita esforzase. No considera que los mayores intentan apoyarle, al contrario, considera que intentan convertirle en apto, porque no lo es. O así se siente.
Se va desplazando más y más, hasta que, en cierto momento de la pubertad, deja de intentarlo y sólo desea castigar a ese sistema que no le a admitido. El cumplió, el hizo todo lo que pudo, intentó ser lo que esperaban de él, y no lo logro, así que busca castigar y atacar a ese sistema, a ese clan.
Este patrón es mucho más común de lo que creemos. El joven ya no busca formar parte del mundo, busca alejarse de él, quebrarlo. Y al atacar al sistema, pudiera atacar a todos, incluidos otros jóvenes, que considera que son parte del sistema, los otros que sí fueron aptos.
Es una conducta que puede observarse muy dolorosa, autodestructiva, a veces incluso suicida.
Sobre todo, cuando desde pequeño se le incluyó en programas para apoyarle en la educación, en su desarrollo, en mejorar su potencial, o que acudió a especialistas, psicólogos, psicopedagogos, tuvo que tomar medicinas psiquiátricas, ahí él no entiende que era por su bien, ni para ayudarle, inconscientemente entiende que necesitaba todo ese apoyo porque él, de manera natural, no era capaz de ser parte del mundo. Requería impulso, ayuda, y el planteamiento es mucho más desagradable: ¿y si nunca será capaz de ser parte del mundo? ¿y si siempre necesita ayuda? ¿y si toda la vida necesita disfrazarse de ese otro que esperan que sea?
También puede ocurrir que el niño haya sido justo eso, lo que esperaban de él, o de ella. Era especial, más listo, más colaborador, más buena persona. No tenía que hacer esfuerzos para ser aceptado, es más, siempre era admirado y elogiado. El niño crece creyéndose capaz de todo.
Llega la pubertad y en ella nace una arrogancia muy bien disimulada. El joven no siente que tenga que pasar por la adolescencia, considera que siempre fue adulto. Siempre entendió, siempre se comportó bien. La adolescencia no es una etapa mala, al contrario, es emocionante y llena de apoyo.
Cada paso que da se siente más realizado. Desea ser adulto ya, se considera adulto ya, porque quiere ayudar a que el mundo sea mejor, quiere cumplir las normas, quiere que todos las cumplan, porque a él le funcionó, porque sabe que merece la pena.
Pero a la vez, el vínculo con la realización personal, con el juego, con el disfrute, se rompen muy rápidamente. Pronto olvida lo que es cooperar, olvida disfrutar, y sobre todo olvida a superar el fracaso, porque durante toda su infancia no sintió eso.
Una juventud hermosa cuando no hay fracasos de ningún tipo, pero muy dolorosa cuando aparecen los primeros enamoramientos no correspondidos.
Pudiera ser que la experiencia de la niñez haya sido muy cruda y honesta. Tal vez los padres hayan sido especialmente sinceros con todo, demasiado sinceros. En sus problemas, en su trabajo, en su esfuerzo. El niño crece observando este sobreesfuerzo diario para malvivir, o han sido testigos de cada discusión, o han visto la enfermedad y muerte de un ser querido en el día a día. Han sido testigos de la cruda realidad de la vida, ignorando que no todo son problemas, o decisiones difíciles, que hay momentos de vida buenos y otros más sacrificados. El niño ha crecido con un sentimiento de que ser adulto es ser responsable.
Entonces, cuando llega la adolescencia, el niño se torna muy responsable, preocupado, honesto, posiblemente sus valores serán buenos, posiblemente no haya arrogancia ni soberbia, pues da por sentado que de mayor sufrirá igual o más que sus padres. Admira y ayuda a otros, mientras con la cabeza agachada, se rinde al futuro que considera que se le impone.
El joven a veces creció con un problema, desde niño, un dolor, una enfermedad, una distinción. Algo que le hacía tener que estar mirando hacia dentro todo el tiempo. No podía jugar, ni enfrentarse a los estudios bien, porque tenía un problema con el que tenía que aprender a vivir, o superar. Cuando llega la adolescencia, tal vez el problema siga ahí, incluso cuando se hubiera solucionado, una parte del problema sigue ahí. Uno no se puede relajar, en cualquier momento aparece, en cualquier momento puede resurgir. Sus esfuerzos no están destinados a ser adulto, ni a vivir la vida, sino a aceptar y aprender a vivir con su situación. Camina a ciegas por la vida, porque no tiene la posibilidad de mirar a lo lejos, sólo puede estar pendiente de que no resurja el problema. Es posible que en la pubertad desaparezca, o es posible que sea algún tipo de problema físico que vaya a continuar toda la vida, en cualquier caso, el niño, entrando en la adultez, aprende que tiene que integrarlo como parte de su vida.
En estos casos depende mucho de la aceptación de la familia y del entorno hacia la situación del niño. Si acaso le vieron “rarito”, o le intentaron forzar a disimularlo, o si acaso lo normalizaron y nunca dieron importancia, cambiará drásticamente el resultado en esta etapa.
Ser adolescente sin ritos de iniciación claros, sin comprender realmente lo que ocurre, apenas saliendo de una infancia ingenua y con problemas afectivos, puede ser algo muy desafiante.
No invito con este artículo a cambiar nuestra conducta, sino a reflexionar sobre la influencia de nuestra sociedad en el desarrollo de la adolescencia. Una reflexión que ojalá pueda ayudar a que poco a poco comprendamos esta etapa con amor, con mayor consciencia, ver esa adolescencia de forma integrada en nuestras creencias erróneas y conductas neuróticas propias de la sociedad en la que vivimos, no observar únicamente la adolescencia como la vivencia de un niño que se hace adulto, pues ese niño no es culpable de haber nacido en una u otra cultura, sino un niño que se hace adulto en el mundo que hemos creando para él. Entonces sí podremos apoyarles, haciéndoles ver que lo que vive, tal vez sea parte de esta sociedad, y no de sus conflictos personales, emocionales, psicológicos.
Hacer ver a ese adolescente que en otra cultura, en otro tiempo, no sufriría lo que sufre, ayudándo a entender que si supera ciertos procesos psicológicos y emocionales naturales en esa etapa de vida, si logra superar la adolescencia sin atormentarse como tantos lo hacen, le espera una etapa de vida nueva, preciosa, donde tendrá el poder de crear nuevos recursos, desarrollar nuevas cualidades y generar una vida plena.